Thursday, September 04, 2008

Lo que el tiempo se llevó

Me he dado cuenta que he escrito este blog para exorcizar los fantasmas de la niñez. Es mi sustituto a la terapia que no puedo pagar, pero que pensamos que no necesito, ni yo ni las voces en mi cabeza lo creemos necesario: para eso tenemos el blog.

Hoy es el turno de mi apatía por el deporte. Confieso que en algunas ocasiones salía a la luz una niña que sentía que de haber nacido un poco más arriba y a la derecha (o izquierda, total el mundo es redondo y por favor, no se sorprendan) o sea rusa, hubiera sido Chapi Comaneci.

Y es que cada que mi mamá me mandaba a hacer algo, que implicaba pasar junto a un sillón o junto a una cama, yo aprovechaba y me daba una marometa (acabo de buscar el significado de la palabra marometa, y resulta que no existe, he vivido una buena cantidad de años diciendo una palabra incorrecta, al mundo entero, lo correcto es decir: maroma).

Imaginarán que no era muy hábil, y no, no lo era. Me mareaba y muchas veces me caí, en el regreso ya no era tan veloz porque me salía sangre de la nariz o mi frente traía un chichón.

Pero la mayor parte del tiempo era apática, en la secundaria lo que todos los demás compañeros disfrutaban, para mí era un suplicio. Jamás disfruté la hora de educación física, creo que todavía lo recuerdo y me da miedo caerme, que me peguen con una pelota o tener que competir.

Mi papá no es como yo caray, él nos despertaba a las ocho de la madrugada en domingo para llevarnos a la deportiva -de él era falta de presupuesto, no de esperanzas como yo- para pasar un largo, larguísimo rato bajo el sol. Él intentando enseñarme a recibir un pase, yo tratando de evadir la pelota.

El pobre perdió las esperanzas hace muchos años. Si mis hijos son hiperactivos, los dejaré con su abuelito para que los ponga a jugar fútbol. Porque a parte de considerarse un excelente futbolista, cuando sintió que ya no podía practicarlo, decidió poner una escuela de fútbol para entrenar niños, entre los que estaba mi también apático hermanito.

Estoy segura que hay muchas personas como yo, el propio Julián, el único deporte que le gusta practicar es fútbol. La típica cascarita, aunque casi siempre llega quemado por el sol, con unos rasguños, moretones y una vez, con un dedo roto (lo que comprueba mi teoría de que el deporte de equipo no deja nada bueno).

Sin embargo, hay épocas en las que hasta los más apáticos hacia los deportes (sobre todo los que tienen que ver con una pelota) sentimos que somos más fuertes, rápidos y hábiles: las olimpiadas. Mientras veía la transmisión de una rutina en la barra de equilibrio, pensaba -Ahora que vaya a la deportiva (palabra clave: deportiva, ni siquiera planeaba mentirme con decir, en un gimnasio) voy a intentar hacer eso, se ve fácil-.

Por supuesto, los pensamientos se esfumaban cuando se caían o hacían unos giros. Cambiaban de ejercicio, volvían los pensamientos -ahh creo que los ejercicios de piso sí lo puedo hacer, nada más peso como 20 kilos más que ellas-.

Quizás en este momento están preguntándose de cuál fumé. Pero la verdad, es que me atrevo a confesar que esa demostración de habilidad física causa envidia, y mete en nuestro cuerpo el deseo de recobrar lo que algunos kilos de más nos han quitado: la posibilidad de hacer semejantes hazañas. Conozco quienes en las olimpiadas pasadas comenzaron a entrenar tae kwon do, y en esta compraron todos los aditamentos para ser nadadores.

Y no tiene nada de malo soñar, aunque me duela aceptarlo, Chapi Comaneci se quedo en un pasado, no volverá (menos desayunando molletes) pero me queda la alegría que sentía cuando me daba una maroma, cuando brincaba en las camas y aunque nunca ganaré una medalla todavía puedo correr rápido (para mi edad) subirme a una bici y disfrutar el aire en mi cara o tratar de ganarle a mi papá nadando (aunque mi papá ya no es para nada un jovencito) y de vez en cuando dar una maroma. Aunque termine con la cabeza dando vueltas.