Thursday, October 29, 2009

Todos Santos


En la época prehispánica, nuestros antepasados no vivían con la amenaza moral del castigo eterno si te portabas mal. Estaban tan bien organizados que eso no hacía falta y el lugar de residencia eterno estaba marcado más que por tus acciones, por la forma en que morías. Si tu muerte tenía que ver con el agua te ibas derechito y sin escalas al Tlalocan, juntito a Tláloc, dios de la lluvia. Un lugar privilegiado era el Omeyocan, destino de aquellos que morían en combate y las mujeres que morían durante el parto. Huitzilopochtli, dios de la guerra, era quien dominaba este "cielo".

El tercer y último lugar a donde las almas desligadas de su cuerpo podían llegar era el Mictlán, donde iban los muertos por causas naturales. Ahí, existían varios niveles con diferentes obstáculos que el difunto tenía que atravezar antes de poder llegar al lugar donde alcanzaría el eterno descanso y la liberación de su alma. El más famoso de estos obstáculos es el del caudaloso río, que sólo se podía atravezar con la ayuda de un perro; y si por alguna razón trataste mal durante tu vida a uno de estos animales, te quedarías del otro lado del río. Algo parecido a no llevar monedas para pagar a Caronte, el barquero, para que te cruzara el río; aunque este caso se solucionaba con unas monedas en los ojos o debajo de la lengua.

El día de muertos era una celebración muy importante para los antiguos mexicanos, y lo siguio siendo aún después de la llegada de los españoles, quienes se las arreglaron para transformarla, en combinación con la celebración católica de Todos los Santos. Al final quedó una mezcla única y heterógenea que combina características de ambas fiestas.

Supongo que fruto de esa mezcla es el complejo protocolo de llegada de los muertos a visitar nuestra dimensión, en donde, según fuentes oficiales (mi abuela) aquellos que murieron en desgracia llegan el 28 de octubre, quienes murieron sin bautizarse el 29, el 30 es el día en que llegan los no nacidos, el 31 los niños y el 1° de noviembre los adultos. Quien definió ese proceso de llegada, consideró que es más difícil y congestionado el camino de ida que el de regreso, porque el 2 de noviembre, con las canastas llenas de regalos que recogen de la ofrenda, regresan todos juntos.

Mi abuelita consideraba al día de muertos más importante que cualquier otra fiesta. Empeñaba lo empeñable, trabajaba más de lo normal para poder obtener el dinero necesario y poder celebrarla. Hacía montones de tamales, compraba decenas de panes y fabricaba sus propias flores multicolor para que su altar fuera perfecto. Ya no conocí los altares de su juventud (en donde sus fuerzas eran suficientes para trabajar hasta alcanzar su objetivo), pero mi mamá me ha platicado tanto de ellos que puedo imaginarlos, con sus varios niveles, sus manteles blancos, la variedad de comida, dulces, juguetes, cigarros y hasta maquillaje. Todo esperando la visita de sus seres queridos para que supieran cuanto le hacían falta y que siempre los llevaba en su corazón. El altar de mi casa se quedará tamales atrás de los que hacía mi adorada abuelita, pero con sus dos pequeños niveles, tiene el mismo objetivo: hacerles saber cuanto los extraño.

Me fascina la riqueza cultural que esta fiesta ofrece, llena de color y sabor que invita a participar de ella. Y no pienso despreciarle su invitación.

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